El Proyecto 2502 y la nueva Inquisición
La Cámara de Representantes acaba de aprobar el proyecto 2502,
ordenando la vacunación obligatoria a todo menor de edad, so pena de no ser admitidos en
ninguna “escuela, centro de cuidado o de administración de exámenes relacionados
a estudios en el hogar.”
La ortodoxia política del país,
liderada por Lydia Méndez y seguida mansamente por sus iguales de la Cámara, cree que existe una sola manera legítima de
pensar y de vivir y que, fuera de ella, no cabe más que la persecución y la
segregación. Hacen trizas, sin miramientos, las bases mismas de la democracia.
Adiós a la reflexión; al diálogo; a las posiciones plurales, disidentes,
minoritarias. El Estado inquisidor no quiere que sus ciudadanos practiquen el
ejercicio soberano y autónomo de la razón. Impone su miope manera de ver el mundo
y nos obliga a cumplir sus mandatos o de lo contrario nos espera el más vil de
los ostracismos. No habrá un rincón, ni privado ni público, al que podamos
escapar sin que nos alcance este proyecto. Lo arropa todo: escuelas, centros de
cuido y nuestras propias casas.
Nuestro Código Civil ha moldeado
certeramente la figura de la Patria Potestad como el conjunto de derechos que
tienen los padres sobre sus hijos menores de edad. De golpe y porrazo, el
Estado nos quita esos derechos y decide cuándo, cómo y cuántas veces nuestros
hijos serán inoculados con virus y bacterias, directamente a su torrente
sanguíneo. Esto a pesar de que la propia Asociación Americana de Pediatría ha
reconocido que las vacunas ni son 100% efectivas, ni están libres de riesgos y
efectos secundarios.
El proyecto CR 2502 no permite a los
padres puertorriqueños realizar procesos reflexivos sobre las vacunas de sus
hijos. Condena, por ejemplo, que una madre saludable decida no vacunar a su
bebé recién nacido luego de concluir que su chiquito tiene cero posibilidades
de contraer Hepatitis B o tétano mientras sea amamantado y cuidado en un
ambiente esterilizado. Esa madre, según el Proyecto, tendría que argüir motivos
religiosos para evitar la condena inquisitorial. No importan otras razones
(parece que la Constitución de Lydia Méndez solo reconoce el derecho a la
libertad de culto). El Estado manda. El padre solo obedece, asume los costos y
las consecuencias.
En lugar de obligar a vacunar y en
lugar de imponer unos rígidos itinerarios, el Estado debería, por el contrario,
promover que los padres razonaran sobre cada mínima decisión que afecte a sus
hijos. La mayoría de las madres y padres del país actúan como autómatas con el
tema de las vacunas. Llevan a sus hijos a vacunar solo “porque les toca.” No
saben contra qué enfermedades son las vacunas; no investigan sobre la
incidencia actual de esa enfermedad o las maneras de contagio; no conocen los
ingredientes, no saben si sus hijos son o no alérgicos a algún componente, no
están alertas sobre los peligros del aluminio o del huevo (presentes en las
vacunas). Son marionetas de un Estado que, en lugar de propiciar ciudadanos
activos, lo que hace es moldear rebaños incapaces de pensar y actuar por sí
mismos.
Obligamos a los menores de edad a
recibir inyecciones en sus cuerpos y eso no constituye una intromisión ilegal a
su intimidad. Pero eso sí, respetamos a los conductores borrachos que se niegan
a someterse a exámenes para detectar alcohol, porque, de lo contrario,
violaríamos sus derechos constitucionales a la vida privada y a la honra. Pura discriminación selectiva.
El Estado democrático no
tiene jurisdicción sobre los dictados de conciencia y decisiones individuales de
un ciudadano. El proyecto 2502 no puede convertirse en ley. Esto no se trata de
estar a favor o en contra de las vacunas. No es hora de monólogos centrados en
el “yo”. Poco importa lo que cada cual crea que es mejor o peor. Están en juego
derechos democráticos fundamentales y es la hora de defenderlos. Se nos va la
vida en ello.
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