La escuela o el arte de domesticar
Cuando yo era un enano
yo era profundo
Silvio
Rodríguez
Los veo año tras año el primer día de sus vidas
universitarias.
Jóvenes cabizbajos que entran y se sientan en filas
ordenadas de mayor a menor, que piden permiso para ir al baño y preguntan si
los dejo comerse algo durante la clase. No saben qué les interesa aprender, ni
siquiera si se les pregunta. Se dedican a copiar, copiar hasta los suspiros, interrumpiendo
su monástica tarea solo para preguntar si este tema “viene en el examen.” Algunos (muchos) creen que América es Estados
Unidos y no un extenso continente. Saben
de mitología griega todo lo que las películas de Percy Jackson tuvieron a bien
enseñarles. La mayoría, de seguro, deberá matricularse en español, inglés,
matemáticas, humanidades e historia de primer nivel, todas ellas clases que
tomaron una y otra vez durante doce años. Y lo peor, más de la mitad de esa
mayoría se dará de baja de esas clases o fracasará para volverlas a repetir un
número considerable de veces.
Los veo a ellos entrando a su primer día de la
universidad. Veo el final de la película que empezó, doce años atrás, en algún
remoto preescolar, ya fuera público o privado, da igual. El modelo es el mismo.
Todos uniformaditos, limpiecitos, sentaditos derechitos en pupitres medievales
durante seis o siete horas al día, segregados por edades y grados, separados de
sus iguales porque “hablan” mucho, cargando imponentes bultos con abundantes
tareas que no les permitirán jugar como suelen jugar los niños. En el camino, y
como si de una cadena de producción en masa se tratara, algunos serán excluidos
por “defectos”. Esos son los que saltan mucho o escriben poco o andan
solitarios por las esquinas o no hacen exactamente lo mismo que hacen los demás,
justo en el mismo tiempo que todos los otros.
Imagen tomada del documental La educación prohibida. Aprovecho para recomendarlo.
La escuela moderna, nacida en la Prusia de Catalina la
Grande, transmite “verdades” ya
prefabricadas, hechecitas, masticaditas, sobre la cuales no se reflexiona, no
se cuestiona, no se analiza. Adiós a la exploración, la investigación, el
descubrimiento personal y adiós a las ganas de aprender algo solo porque sí. La
escuela adiestra a los niños para consumir “paquetes de información” de forma
pasiva, en un tiempo determinado y sin posibilidad alguna de escoger. Para
memorizar como autómatas, porque lo importante es que saquen buenas notas en un
examen. Examen que luego, en la vida adulta, de nada sirve y en nada importa. ¿A
quién, por ejemplo, le preguntan en una entrevista de trabajo cuánto sacó en el
examen de inglés de sexto grado? Es de locos, pero sacrificamos el verdadero
conocimiento, profundo y a largo plazo, por unas notas completamente inservibles.
Los niños aprenden de forma muy autónoma a caminar, a
hablar, a comer solos, a vestirse. Lo hacen a través de la observación, de la
escucha activa, del probar y fallar, del caerse y levantarse. Es decir, aplican
desde muy pequeños, lo que los adultos llamamos el método científico. De esa
manera construyen su propio conocimiento… hasta que llegan a la escuela. La institución,
entonces, toma control. Los dirige y les dicta cómo, qué y cuándo se aprende.
La escuela inmunodeprime la voluntad. No
tolera la creatividad ni las diferencias.
-“Ahora matemáticas- timbre- ahora español- timbre-
ahora ciencias.”-- Esto es así porque lo dice el libro. - ¿Que para qué te
sirve la química si lo que quieres ser es traductor?- Algún día lo sabrás…”
En esta canción (Cuando
yo era un enano) Silvio Rodríguez recrea al propio niño que fue: En pocas
palabras Silvio nos cuenta sobre cómo su niño exploraba el mundo (tierra bajo
las uñas /manos sin pena) y cuánto aprendía (yo era profundo). Su niño aprendía
y crecía en libertad. Que ese sea el grito libertario para todos los niños.
No es de extrañar que en lugar de ciudadanos activos de
una democracia, lo que produce la escuela sean súbditos obedientes. Masas
aletargadas de jóvenes incapaces de pensar por sí mismos, domesticados para
seguir la manada. Amaestrados para ceder siempre ante la poderosa propaganda
política y económica. Atrapados en la peor de las ignorancias. Esa ignorancia
disfrazada de notas y grados académicos, pero ignorancia al fin. Ajenos a sus más
íntimos deseos e intereses. Alejados, cual extraños, de su propia creatividad y
genialidad. Nunca olvido a una estudiante de primer año de pedagogía que luego
de exponerla a una lectura crítica del Canto I de La Ilíada me preguntó con la más genuina espontaneidad- ¿Profesora,
y esto de verdad se puede hacer. Se pueden controlar las emociones?
Mucho alboroto hay en la comarca por estos días,
gracias al asunto de las Pruebas Puertorriqueñas. Las tan mencionadas pruebas,
al parecer, arrojan uno resultados nefastos. Los burócratas interpretan esto
como un fallo de los maestros o hasta de los propios chicos. Pero el problema
no está ahí, sino dentro de las mismas pruebas.
Si es usted tan curioso como yo
y busca uno de esos exámenes de ejemplo, de los tantos que hay en Internet, (aquí les coloco un enlace) podrá notar en la primera lectura que para tener resultados positivos hay que
hacer una sola cosa: ¡pensar! Los ejercicios no piden respuestas empaquetadas y
memorizadas. Hay que leer la pregunta con cuidado y luego ¡pensar! Y eso, no lo
enseña la escuela. No es culpa de los maestros, ni de los directores y
muchísimo menos de los niños.
Ya me temo yo, que si esas mismas pruebitas, (sin
directora que sople los resultados), las aplicáramos a todas las escuelas del
país, incluidas las privadas, tendríamos ante nuestras narices el mismo
resultado. Solo que en este caso, y para mayor inri, los padres habríamos incluso
pagado (obedientemente) por ello.
Ante este grave asunto, los de siempre dirán que hay
que invertir más dinero, aumentar la cantidad de tareas, sumarle más años a la
escuela y más horas al día; cambiar el currículo, los objetivos, las destrezas
y los planes quinquenales.
Los que ven la película como yo, desde el final,
tendremos que concluir de una vez y por todas que la escuela, como modelo, como
institución, no produce conocimiento. Produce súbditos sumisos. Consumidores
pasivos. Trabajadores obedientes. Nada más. Y para medir esto no hay pruebas
estandarizadas. Si las hubiera, con los
resultados en mano, podría terminar esta columna con mi frase favorita… ¡Te lo
dije!
Comentarios
Estoy totalmente de acuerdo contigo, gracias por exponerlo en arroz y habichuelas.